miércoles, 29 de mayo de 2013

Inexistente.

Dijo ser testigo,

dijo ser Dios,

dijo ser natural.

No era nadie.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Presente

Un nuevo atardecer se presenta ante mi.
No puedo cambiar el pasado mientras el presente se sucede y el futuro se decide.
Pasado por el cual muchos inviernos sucedieron para dar lugar a una primavera dorada.
La primavera dio lugar al verano y con el verano, el otoño.
Un duro otoño por el cual, como en la metáfora de la Fontaine, la cigarra nunca está preparada.
La cigarra canta, baila, disfruta del hoy sin pensar en el mañana.
Mañana en el que la hormiga sí pensó.
La hormiga mantendrá la cigarra en el otoño e invierno venidero.
El invierno se acerca y todo por lo que luchamos se muere.
Mueren las flores, la yerba, el ganado...
Muere el Sol con este atardecer.

Dime tú que tan sabio eres, ¿habrá un mañana para la hormiga mientras exista la cigarra?
¿Volverá el Sol como cada mañana?

¿Habrá un mañana?

Dime tú que todo lo sabes... pues yo soy ignorante e inepto.
Ignorante e inepto porque es lo que aprendí de ti.
Y tú, eres quien todo sabe...

miércoles, 24 de abril de 2013

Un microcuento fulminante

Sarah tenía diez años cuando aquel día discutió con sus padres porque no le dejaban ir al teatro al día siguiente para ver a la Señora Tucht, una obra dramática sobre temas que Sarah no iba a entender. A la noche, cuando sus padres se hubieron acostado tras intentar desesperadamente buscar una solución a su problema, Sarah atisbó un brillo descendente en el cielo.

Fascinada, salió a la terraza con sigilo y contempló, absorta, que ese pedacito de estrella caía hacia ella. Era para ella. Pensó en pedir un deseo, pero en su lugar, extendió las manos hacia ese trocito de una punta de estrella.

Sus manos se cerraron sobre el trozo amarillento. Y a los pocos segundos, todo lo que quedaba de ella eran sus zapatillas y un poco de ceniza. Las estrellas no siempre son buenas cogerlas con las manos desnudas, aprendió Sarah, fulminada y diseminada en el viento.

Frau, baja ya de ellas

miércoles, 17 de abril de 2013

Haikus

Los días pasan
el sol desaparece
nace la noche

La vida sigue
la persigue la muerte
amargo final

Llega la primavera
época de bonanza
canta el bosque

lunes, 1 de abril de 2013

La cruel Emperatriz (II)

Llegaba la noche en silencio y, mientras Miuna preparaba la poca cena que podía sacar de la ración minúscula de aquel día, recordó lo sucedido en el huerto...

Una vez más.

Probablemente ya no estuviera vivo, pues la Emperatriz tenía poca o ninguna piedad con aquellos que osaban contradecir el pensamiento positivo que tenían de ella. Una sola mala palabra y podías despedirte de la vida. Miuna retiró la pequeña olla del fuego y tras especiar un poco el agua rosada para quitarle un poco de amargura, se sentó a cenar.

¿Cuántos años tenía la Emperatriz? Había oído decir que era inmortal, cosa que la aterraba ya que, si ellos no podían con Ella, la muerte se la tendría que llevar en algún momento. Tragó la sopa, que le revolvía las tripas cada noche, pero sabiendo que no había nada mejor que comer, evitó vomitarla.

A la mañana siguiente, nada más salir el sol, ella ya había tomado una decisión. Tenía que acabar con aquella pesadilla. Tenía que hacerle frente a la Emperatriz. Era la única manera de librar a su pueblo de aquella horrenda mujer, si es que se la podía tachar de humana.

Así pues y con aquel pensamiento en mente, salió de casa y, en vez de dirigirse a su zona de trabajo, fue a palacio. Los guardias estaban en pleno cambio de turno por lo que colarse no fue muy difícil, además de decir que tenía una cita con la hermosa Emperatriz para que la dejaran pasar las siguientes puertas. El castillo, además de ser enorme, era precioso. Oro, blanco y azul dominaban en el ambiente. La luz entraba a raudales por las abiertas ventanas, cuyas cortinas de seda ondeaban con la fresca brisa. Casi parecía acogedor. Casi. 

Había algo que no le gustaba. Como un ruido de fondo. Como una advertencia de su propio cuerpo. Su instinto quería salir corriendo con el cuerpo. Olía el peligro pero continuó avanzando hasta detenerse, al fin, ante las enormes puertas de la sala del trono. Un leve crujido podía oírse a través de las bellas puertas, con interesantes grabados de pájaros devorando insectos pequeños.

Crujidos. Crujidos. Silencio. Crujidos.

Miuna tragó saliva y abrió la puerta, lo suficiente como para otear en el interior. La Emperatriz no estaba. En su lugar, sentada en su trono y con sus mismas vestimentas, se hallaba una criatura insdescriptible, negra como el betún, con unas fauces del mismo infierno.

Miuna parpadeó y aquella visión se vio sustituida por la Emperatriz que todos conocían. Estaba sentada en su trono, sonriente. La estaba esperando. Sin saberlo, ella la había llamado. Desde el primer momento en el que se había llevado a su abuela, sabía que intentaría cambiar el sistema en el que vivían. La había manipulado. La había puesto en unas determinadas condiciones para que llegara el momento en el que decidiera ir a por Ella e intentara lo imposible. Ni si quiera iba armada. No era consciente de lo que hacía.
-Hola, Miuna. Te estaba esperando -dijo Ella, con una cálida voz.
Aunque en el corazón, se sentía fría.
-¿Me... esperabas? -musitó la chica, sin poder apartar la mirada de los cándidos ojos de la Emperatriz. Perdió la voz en algún momento del tiempo y ya fue incapaz de responder.
La sonrisa de Ella se amplió y asintió. Alzó la mano y la llamó.

Sin tener voluntad real de su cuerpo, se vio arrastrada, arrodillada ante la Emperatriz, quien la obligó a apoyar la cabeza en su regazo. Las puertas se cerraron silenciosamente.
-Sshh, mi niña. Ya pasó todo. Ya pasó, Miuna. Duerme... y no despiertes jamás.

Pronto, la gente se obligó a olvidar a Miuna, la chica que había osado enfrentarse a la Emperatriz y que, a pesar de que esta le había ofrecido una vida mejor, Miuna prefirió ser encarcelada. Los rumores entre papeles y susurros decían que ella seguía allí. Otros, que estaba muerta.

¿Quién sabe qué fue de Miuna, la única mente semilibre del pueblo?

martes, 19 de marzo de 2013

Ácido

Se tenía prohibido llorar. Su corazón era un pedacito de hielo salido de la antártida. No conocía lo que era la tristeza, el amor o la felicidad. Solo la amargura y la tristeza. Solo eso y nada más. Un día decidió derretir su corazón con un poco de calor humano que, otro día más tarde, acabó por abandonarla.

Y entonces lloró. Porque el dolor del frío no le gustaba. Porque necesitaba ese calor. Porque le dolía la piel, la carne, todo. Sus lágrimas la corroían, la deshacían lenta y dolorosamente. Eran ácido, de su frialdad, de tanta amargura. El llanto la desintegraba. Pedazo a pedazo hasta que su rostro no fue más que un amasijo de carne y hueso.

Una monstruosidad.

Lo que toda su vida había sido.


lunes, 11 de marzo de 2013

La cruel Emperatriz (I)

Érase una vez, en un reino muy lejano y perdido en el tiempo de nombre desconocido, habitaba en él un agradable y pacífico pueblo, bajo la sombra de su querida Emperatriz. Todos la adoraban y todos la querían. Todos la admiraban y todos la cuidaba. Solo se podían oír cosas buenas por las calles, incluso en la intimidad del hogar.
-Hoy la maravillosa Emperatriz estaba realmente bella con el vestido azul -decían unos.
-El peinado de la hermosa Emperatriz estaba exquisito a la vista -comentaban otros.

Parecía un pueblo feliz, en su mejor época... pero bajo aquellas sonrisas en rostros pálidos, se escondía un terror inmensurable. El miedo a ser castigados, a ser oídos con las palabras inapropiadas y que Ella, fuera a buscar al indeseable, al traidor que la había injuriado para acabar con aquel despojo de la manera más cruel y doliente.

Un reino forjado sobre mentiras y miedo. Miuna lo sabía mejor que nadie, pues había perdido a su abuela por la justicia de la malvada Emperatriz. El único lugar en el que parecías estar medianamente a salvo era en tu mente. Las palabras debían sonar agradables a sus oídos. Debían serlo si no querías ser objetivo de su ira. De su cólera. De su mano gélida.

Miuna, como cada mañana con la salida del sol, fue a los campos de hortalizas a trabajar. Aquellos campos pertenecían a la Emperatriz, así como la mayor parte de sus recursos. El pueblecito recibía más bien poco del sustento y a veces se apreciaban las costillas en los más pequeños. Trabajar con ahínco, no detenerse, siempre sonrientes y sin quejas.

Un trabajador a su lado gruñía por el esfuerzo. Tenía la tez más pálida de lo natural y se notaba que estaba enfermo. No tardó mucho en caer, agotado. Dejando de trabajar. La gélida mirada de Ella se centró en el inservible e inútil humano que había dejado de trabajar. Podía sentirlo. Tanto él como Miuna. Sí, esa mirada, ese frío que parecía no irse nunca.
-Rápido, ponte en pie -dijo la cansada muchacha.
-No puedo más, necesito descansar. Esto es inhumano. Esa maldita Emperatriz...
-¡Chst! ¿Quieres que te convierta en comida para gusanos? -masculló Miuna, forzando una sonrisa-. Ponte en pie y finge trabajar. Vamos. Aprisa.
Empero, en el momento en el que el humano había tenido la osadía de ir en contra del pensamiento de la bella y amada Emperatriz, los trabajadores se habían detenido y le observaban, con un terror indescriptible en la mirada. Se oían los pasos acelerados y metálicos de los guardas de su Reina. Venían a por el traidor.

Se lo llevaron a rastras, sin que el pobre hombre ofreciera resistencia. Miuna soltó un suspiro y volvió al trabajo, tan solo para no ser el siguiente objetivo de la Emperatriz. ¿Cuánto más aguantarían aquella situación? ¿Cuánto tiempo llevaba la Emperatriz allí? Su abuela la recordaba. Y la madre de su abuela también. ¿Tan vieja era? Miuna miró hacia el castillo, tan hermoso e imponente. ¿Quién era, realmente, la Emperatriz?


martes, 26 de febrero de 2013

Fetiche por los pies

No era un podólogo y mucho menos le agradaban los pies. Era una parte del cuerpo útil, pero nada más. Sin embargo, todos tenemos nuestros secretos y él, Edward, también tenía los suyos. Creía tener como fetiche los pies. Le gustaba mirarlos, pero era incapaz de tocarlos, pues no consideraba sus manos lo suficientemente dignas para ello (imaginaos lo duro que sería ponerse los zapatos).

Gina y Laurel fueron a verle, sin saber su codiciado secreto. Gina le dijo a Laurel que le enseñara los pies a Ed, porque era el único que no había visto sus pobres pies.
-Todo el día caminando -decía Laurel.
Ed contempló, horrorizado, aquella... cosa... aquella aberración de la humanidad. Tenía heridas, rozaduras, piel colgando muerta, dedos rojos, uñas descuidados. Por ello, cogió las tijeras y, poco a poco, salpicando quizá un poco, un día le cortó los pies a Laurel, los quemó y durmió tranquilo nuevamente, sin que aquella monstruosidad lo persiguiera más en sueños. Aquellos pies desconchados y viejos.



viernes, 1 de febrero de 2013

Vivir

Despertar, levantarse, desayunar, ir a trabajar, aguantar un trabajo insulso que no te llena ni te aporta nada, aguantar las quejas de tu jefe y de los clientes, comer, seguir trabajando, fumar, salir del trabajo, ir a casa a encontrarte con la persona que supones amar, mirar las noticias con la cantidad de mierda que hay en el mundo, cenar, follar y dormir.

Esa es la vida que has elegido vivir? Esa era la vida que te imaginabas cuando eras pequeño? Es a todo lo que aspiras en la vida?

No.

Cuando eres pequeño sueñas ser artista, astronauta, policía, veterinario... Bendita inocencia... Ignorancia de la realidad, imaginación desbordante... Felicidad.

Conclusión.

La ecuación de la vida nos indica que la edad del individuo es inversamente proporcional a su felicidad, imaginación, sueños... y directamente proporcional al grado de responsabilidad y de problemas a los que se enfrenta a diario...

Welcome to Life.

miércoles, 23 de enero de 2013

Ocho patas. Ocho cervezas.

Era un pulpo y eso lo tenía más que asumido. Tenía ocho patas. Eso también lo tenía más que asumido. Lo que no tenía tan asumido era que cada pata tuviera que tener un vaso de cerveza. No uno. Ocho. Porque si solo había uno las patas se peleaban y no cataba la cerveza.

Ocho patas. Ocho vasos. Una borrachera. Deberían ser ocho borracheras, pensó alegremente el pulpo mientras lo conducían fuera del agua. Siete patas. Seis patas. Cinco patas. Cuatro patas. Tres patas. Dos patas. Una pata. ¡Pulpo a la marinera!

Y por eso los pulpos dejaron de beber cerveza... y de relacionarse con desconsiderados humanos.