viernes, 13 de abril de 2012

El trío de Hyrule

Allí estaban ellas dos, desnudas, la ropa yaciente en el frío suelo, arrodilladas en la cama, casi a los pies, besándose como si no hubiera mañana. La de la izquierda se llamaba Epona, de cabellos rojos como el fuego y ojos como el bosque; procedía del desierto de Gerudo y era una belleza. La de la derecha, de nombre Keeta, tenía el pelo corto y de un tono azul eléctrico que daba la sensación de que, si lo tocabas, recibirías una pequeña descarga, un hormigueo en los dedos; sus ojos también verdes eran más parecidos a las plantas que crecían en los jardines del palacio de Hyrule que a los Bosques Perdidos de Kokiry.

Los roces de sus labios eran suaves, mientras que Epona acariciaba el pelo de Keeta, ella le rozaba los pechos con las palmas abiertas, pellizcando de cuando en cuando, como buscando que un gemido acallado surgiera de sus labios. Epona, con la excitación en aquellos bonitos ojos, le acarició la nuca con una mano mientras que la otra descendía por su pecho, bajando por el ombligo hasta aquel húmedo y oscuro sexo. Rozaba su clítoris con los dos primeros dedos cual mariposa al posarse en una flor, arrancándole gemidos que me hacían dudar de mi aguante para ir hasta ellas y sentir el gozo del sexo con aquellas dos preciosidades de Hyrule.

Epona se aproximó más a Keeta, pasando de las caricias a la penetración de una forma suave y lenta, separando sus labios de los de ella, buscando el oírla gemir. Me mordí el labio, sintiendo que estaba tan caliente que iba a estallar en cualquier momento cual Montaña de la Muerte.
-Así, gatita, así -ronroneó Epona, profundizando más sus dedos, acariciando aquellas lúgubres cuevas por las que tanto deseaba perderme.
Epona me miró, con una sonrisa casi inocente, con una pregunta en los labios.
-¿Puede correrse, Shadow?
Una sonrisa asomó a mis labios y negué con la cabeza. No quería, deseaba verla retorcerse de placer bajo las caricias insistentes de Epona... cómo me suplicaba con la mirada.
-Keeta, no te quedes inmóvil, véngate de Epona -le provoqué.
Un ronroneo nació en la garganta de la aludida y, empujando a Epona hacia atrás, la tumbó, le separó las piernas y lamió de aquellas sinuosidades tan húmedas. Epona gritó de placer; la lengua hábil de Keeta se hundía en su interior, jugando con ella, provocando su placer de tal manera que me hacía dudar de mi resistencia.

Me acerqué a Keeta y vislumbré aquel sexo tan húmedo y palpitante, como si me estuviera gritando que la penetrara de una sola embestida, que la llenara con mi verga tan derecha y dura como me ponían aquellas dos fieras. No sé cómo recuperé el control y, en vez de empalarla como hubiera deseado hacer, metí dos dedos en aquella oquedad tan deliciosamente mojada.

Los gemidos de Keeta se vieron ahogados por el sexo de Epona. Ambas estaban a punto de caramelo, ambas parecían estar suplicando el poder correrse, el poder gemir más alto y el ser llevadas a las alturas durante unos instantes. Aumenté la velocidad del movimientos de mis dedos, provocando que Keeta se dedicara más a Epona, que se agarraba a las sábanas, sosteniendo un orgasmo que quería terminar de nacer y morir.
-Shadow... -gimió Epona.
-¿Sí, pequeña yegua? -dije con un tono calmado que no supe de dónde me salió.
-Déjame correrme, por favor...
Una fina sonrisa asomó a mis labios; privé de placer a Keeta solo por acercarme a Epona, ponerme a hojarcadas sobre ella y obligarla a lamer lo que tanto ansiaba. Su lengua era veloz a pesar de la postura, a pesar de que Keeta la estuviera provocando con dedos en el ano. Simulé que la penetraba, follándome con gusto y placer aquella boca de labios inquietos. Imaginé cuan de grande había de ser el placer para que Epona se corriese sin poder aguantar más.
Miré hacia atrás, viendo como Keeta se apresuraba a beber de aquella fuente. No quise correrme y, para evitarlo, saqué la enhiesta verga de la boca ansiosa de aquella mujercita de buen ver. Le hice una señal a Keeta para que se acercase.
-Epona, yegua mala.
-No pude resistir más, Shadow. Tú mismo estás que deseas follarnos ya.
Una sonrisa inocente salió a mis labios, dando aquello por toda respuesta. Keeta se posicionó sobre Epona, derecha, de manera que su húmedo y palpitante sexo quedaba cerca de sus labios.
-Compensa a Keeta, Epona.
Supe que lo hacía porque Keeta se puso tensa, entreabriendo los labios, gimiendo muy a menudo. Me acerqué a ella y la besé; aquellos labios eran una perdición. Tenían sabor a frambuesa por haber estado tonteando antes con la mermelada. Sus pechos tenían un tacto suave y pernicioso. Sus brazos rodearon mi cuello, pero yo la obligué a apoyar las manos en la cama, y al momento se puso a lamerme la verga, como buena ikaniana que era. Mordía con suavidad y llevaba un ritmo lento. Le acaricié las orejas mientras cerraba los ojos, sintiendo su lengua moverse, sus dientes morderme y sus gemidos acallados intentando salir.

Aquella dulce boca de labios tan suaves como los de Epona...

A pesar de que Epona había sido la que se había corrido sin permiso, decidí castigar a Keeta. Keeta, que venía de las regiones de Ikana, unas regiones muertas y malditas. Keeta, que disfrutaba con el martirio. Así, mandé a Epona coger el vibrador de la mesita de noche, dándome el mando y luego meter lentamente aquel diabólico chisme en el sexo húmedo de aquella que había dejado de lamérmela al retirarme yo. La obligué a quedarse en aquella posición, empezando ya directamente con una velocidad considerable. Keeta se estremeció de placer, con jadeos y gemidos, aguantándose las poderosas ganas de correrse.

Epona se mordió el labio. Estaban inquietas, deseosas de sentir ya como las follaba. Ella debía ser paciente y esperar a que Keeta se rindiera. No tuve más que moverle el vibrador para lograr que se corriera, siendo por una vez débil. Cayó agotada en la cama, jadeando. Epona, como si ya supiera qué hacer, la levantó tan solo para ponerse ella debajo y besar cándidamente sus labios. ¡Qué par de bellezas! Parecía como si se mezclase el agua y el fuego. Me puse tras ellas y, queriendo empezar por la fiera de Epona, la penetré con lentitud; húmeda, palpitante, deliciosa. Ella gemía, apretando el peco de Keeta que le mordía los labios.
-Epona, Epona... dime cuánto te gusta.
-Muchísimo, Shadow -gimió ella.
Rocé levemente el sexo de Keeta con los dedos, provocándola.
-¿Cuánto es muchísimo, Eponita? -pregunté, cogiendo el cercano vibrador.
-Mucho más de lo que piensas -alcanzó a decir.
-¿Tú que dices, Keeta? ¿Qué quieres para ella? ¿Lo deseas tú, calaverita? -pregunté, acercándole el vibrador.
-Epona lo desea más que yo -ronroneó, mordiéndola en el cuello.
Una sonrisa asomó a mis labios y Epona recibió el vibrador en el ano, bien adentro e intranquilo. Keeta, por su parte, recibió cuatro de mis dedos, con una única condición:
-Muévete, Keeta.
Ella obedeció con la prontitud que la caracterizaba. Sus labios besaron a Epona y esta le apretó el cuello, acercándola a ella más si sus moléculas les dejaban.
Aceleré el ritmo, aumentando el placer de Epona. Notaba como deseaba correrse, como su cuerpo así lo expresaba... y la frustración que debió sentir cuando se la metí a Keeta, como a ella le gustaba, de un solo golpe, rudo y seco. Epona no se quedó impasible y lamió el pecho de Keeta, mordiendo lo bastante como para que ella gritara de dolor.
-Keeta, ¿quieres correrte, verdad?
-S-sí...
-Hazlo, pero luego lamerás el sexo de Epona mientras la follo a ella.
-Golpéame más fuerte y haré lo que dices -masculló Keeta en su punto de fundirse.
Le hice caso, cogiendo sus bonitas caderas, sacando prácticamente todo el miembro para metérselo nuevamente con un solo golpe.
-¿Mejor, calaverita?
-S-s-sí, Shadow... -logró decir.
Estaba impaciente, loco por oírla gemir, sentir las contracciones de aquella oquedad tan perversa. Apretaba tanto... no pude resistir correrme, sentir como ella lo hacía a su vez, con un grito de liberación.
No me detuve a descansar y Keeta se apartó para que pudiera alzar a Epona, arrodillarla y follarla de aquella manera, más suave y más mimosa, pues ese era el estilo de mi pequeña yegua.

Keeta se coló bajo sus piernas y lamió ambos sexos, succionando, haciéndonos perder la cordura. La besé, paladeando aquellos labios que tantísimo me perdían, aquella lengua inquieta que tanto me buscaba.
Epona, húmeda, inquieta, siempre dispuesta, se corrió y Keeta recogió parte de aquel fruto.

Mis dos princesas estaban saciadas, mis dos preciosidades se habían acurrucado a mi lado, flanqueándome y dándome calor.

Ellas son mi mundo. Keeta y Epona. Epona y Keeta.

A veces, la oscuridad necesita ser iluminada para saber qué tiene en sus entrañas...


By Anubis

jueves, 5 de abril de 2012

El último pañuelo de seda

La mujer del corsé rojo se subió pausadamente los guantes negros de cuero hasta los codos.

El corsé se adapta tan perfectamente a su anatomía, que le realza los pechos hasta casi dejar al descubierto sus pezones. Es consciente de que está enseñando sus firmes nalgas y eso le gusta. Unas botas altas, negras, también de cuero, ocultan parcialmente unas largas piernas que se adivinan atléticas. El tanga, también rojo, era tan mínimo que apenas alcanzaba a ocultar a mis ojos su bonito sexo. Su oscuro cabello se desparramaba como una cascada sobre sus níveos hombros desnudos hasta la mitad de su espalda... Era muy guapa. Me avergonzaba mirarla, porque me sentía inferior. Por eso le sugerí esta idea.

La miré. Le pedí con la mirada que no se demorase más, que fuese ya a mí... necesitaba que me hiciera suya... dejé escapar un débil gemido...

Ella se acercó despacio a la cama. Yo, feliz, me dejé llevar, inconsciente de lo que me esperaba. Era la primera vez que me ataban a la cama. Antes de verme en aquella postura, ella sacó unos pañuelos de seda y con ellos me fue atando a cada extremo de la cama. Solo se puso los guantes porque se los había comprado hace años y no se los ponía nunca. Quería tener un recuerdo bonito para esos guantes. Pero a mí no me gustaban, hubiera preferido sentir sus manos en mi piel... pero no le dije nada. No quería hablar, quería que ella actuase por su cuenta.

Se situó a los pies de la cama, arrodillándose. No me miraba. Se inclinó sobre mis pies y, fugazmente, me lamió el dedo gordo del pie derecho con la punta de su lengua; me estremecí de placer mientras ella seguía para luego cubrírmelos de besos a media que iba ascendiendo por el pie hasta el tobillo, y de este, subió por la pierna hasta la rodilla. Son besos leves, apenas me rozaban la piel con sus labios, pero yo, que la vi venir, empecé a sentirme más húmeda. Al inclinarse alcancé a ver la voluptuosidad de sus pechos, que luchaban por salir de la cárcel de su corsé. Quería adorar esos pechos. Ojalá me deje hacerlo..., pensé; pero no podía decir nada, no podía pedírselo. Habíamos hecho ese pacto.

Deseaba que continuase, que me devorase, pero ella, quizás intuyendo mis ansias, decidió hacerse de rogar y apoyó su cabeza en mi muslo mientras deslizaba la palma de su mano en guantada y extendida desde el interior de mi muslo hasta mi bajo vientre, sin rozarme ni un milímetro de mi sexo.

Su mano izquierda descansaba sobre la cama, a mi lado. Quería que me la acercase a los labios... pero me muerdo la lengua, aguantando la ansia por decirle todo lo que deseaba. Entonces descubrió con satisfacción que mi sexo ya brillaba por la desbordante humedad que emanaba de él. Sonríe y me toquetea ligeramente esa zona mirándome pícara a los ojos... me temblaba todo el cuerpo... cada vez que me tocaba me estremecía.

Se levantó y dirigió a la cómoda. Abrió uno de los cajones y saca otro pañuelo de seda.

El último pañuelo de seda.

Me puse a hacer pucheros, no quería que me tapase los ojos... quería, necesitaba verla, devorarla con los ojos... pero mi grito fue mudo, como no podría ser de otra manera.

La oscuridad lo rodeó todo. Cerré los ojos y me rendí a mi suerte, a ella.

Sentía su cara cerca de la mía, podía sentir su respiración y la caricia dulce del inconfundible olor de su piel. Un dedo suave, forrado de cuero, me perfiló los labios: primero el labio superior y luego el inferior. Lo intenté besar, pero ella, juguetona, lo retiró rápidamente, dejándome oír su risa suave. El olor del cuero mezclado con el de su piel me estaban volviendo loca. Volvió a colocarme la mano en los labios y me pidió que le quite el guante con los dientes. Así lo hice, dedo a dedo.


Un ligero murmullo y entonces sentí que ella apoyaba la mano que acababa de desnudarle en mi sexo, suavemente, ¡tan suavemente que desesperaba! El clítoris se me hinchó, anhelando su contacto. Ella se rió. Me lo acarició una, dos, tres veces... levanté las caderas, como pidiendo más, pero ella parece que había decidido que aún no. Se colocó sobre mí, a cuatro patas. Sentía su largo pelo rozándome la piel. Comenzó a besarme los pechos, de forma incontrolada, sentía el roce de sus labios aquí y allá. Luego me las agarró y las sujetó de tal forma que las une. Hundió su cara entre mis pechos. El calor de su respiración me estremeció, sintiendo cómo cada vez me estaba humedeciendo más y más. Me dio varios lametones en ambos pezones. Apretaba más mis generosos pechos y se introdujo los dos pezones a la vez en la boca. Me los lame, los dos al mismo tiempo. Después le dedicó su particular homenaje a cada uno de ellos, por igual. Estaba tan excitada que creí que me volvería loca.

Cuando acabó con mis senos, las soltó y me besó el cuello para luego ir bajando por la clavícula. Notaba la abundancia de sus pechos sobre los míos. Ella volvió a ascender y me besó en los labios, nuestras lenguas se entrelazaron mientras su mano fue descendiendo lentamente hasta mi sexo, para quedarse allí acariciándome los labios. Siento como descendía sobre mis caderas, me abría los labios superiores y sopla levemente, como hacia dentro. Me recorrió un escalofrío y me entró la risa. Ella también se rió...

Por fin su lengua entró dentro de mí, cálida, ágil y profunda. Y apretó su cara contra mi sexo. Me imaginaba el dulce y salado sabor de su sexo, me imaginaba cuando mucho antes de eso hicimos un sesenta y nueve y entonces, justo entonces, ya no pude más y me sobrevino un orgasmo que me dejó exhausta. Fue tan fuerte que, cuando pasó, con solo el roce de sus dedos sobre mi clítoris, arqueé la espalda y sacudí las caderas, desesperada ante su contacto.

Me besó profundamente para que pudiera saborear mi propia miel. Estaba agotada, pero al mismo tiempo tan excitada, que tenía que controlarme para no morderle los labios. Me estaba volviendo loca el no poder verla, el no poder tocarla...

Luego ella se sentó sobre mi cara, con todo su sexo abierto ante mí... y por culpa del maldito pañuelo que tenía atado a la nuca no pude verla, disfrutar de la visión de sus pechos vistos desde abajo. Sus labios vaginales entraron en contacto con los de mi boca. Los apliqué dulcemente sobre ellos y comencé a buscarle, a acariciarle su hinchado clítoris con mi lengua. Sus jugos comenzaron a desbordarme, traté de tragármelo todo, pero era imposible, era demasiado. Noté cómo se deslizaban en frágiles gotas por entre mis comisuras. Las saboreé hasta la saciedad. Su olor me inundaba, su sabor calmaba mi sed, sus gemidos eran música celestial, sus manos me quemaban...

Finalmente, ella se corrió en mi boca. El espeso líquido se coló por entre mis labios antes de que me diera cuenta. Eso me desesperaba porque quería más, pero ella se levantó, se acurrucó a mi lado, abrazándome con las piernas, con los brazos, con todo. Sentía su cálido sexo en mi cadera mientras que con una mano me acariciaba el vientre... y entonces, Morfeo entró por la puerta... y nos acogió a ambas entre sus brazos.