jueves, 29 de marzo de 2012

En tiempos de guerra...

La quimera, si hubiera tenido cejas, habría alzado una o quizá las dos. Se hallaba solo y perdido en una de las numerosas calles de Londres. A saber donde se habría metido aquella cuadrilla de seres mutantes que habían pasado de transformar a aquella raza estúpida de humanos a destrozarlos como les viniera en gana. Y allí estaba él, Trece, contemplando a lo que se suponía que era una mujer humana. Y digo se suponía porque Trece no lo tenía muy claro. Tenía pechos, eso se veía... pero el pelo corto era lo que le hacía dudar.
Un gruñido de duda surgió de las profundidades de su garganta. No se la veía asustada, ni mucho menos. Es más, y por lo que le indicaba el olfato de Trece, estaba más caliente que la temperatura normal de una quimera sin un refrigerador. Ardor de moléculas.
-Hola... -saludó la mujer.
Trece, si hubiera sido un poco más hablador, habría respondido y puede que la hubiera invitado a una copa si hubiera sido humano. Pero ni lo uno ni lo otro era, y se lanzó sobre la humana con las claras intenciones de matarla. Pero ella no se movió. Cosa rara que hizo dudar a nuestra quimera. ¿Por qué no huye?, habría pensado de poder ver más allá de su enjambre. El olor que desprendía aquella cosa insignificante tenía un no sé qué que logró subirle la ya de por si alta temperatura. Avanzó hacia ella como un perro en celo, jadeando y babeando... todo un espectáculo de calentamiento quimera.

La humana, a pesar de que había reconocido los signos que denotan el "quiero follarte", no se movió de su sitio y se quedó observando los seis ojos amarillos de la quimera, como preguntándose qué venía ahora. Seguía viva y no la sorprendía. Probó a quitarse la camiseta. La quimera, con su característica delicadeza, le quitó el sujetador tan molesto en su camino a las vistas, dejándole la marca de su acción en el pecho. Ella no se quejó y Trece tampoco es que se fijara mucho.


Sin pensar en nada del romanticismo y en si las pieles humanas eran delicadas o no, la mujer se vio desnuda a base de zarpazos que para nada evitaron el roce con la piel, tan doloroso. Trece empujó a la chica sobre el primer mueble que encontró -un armario tumbado sobre un lateral- la colocó boca abajo sin darse cuenta de la poca o nula resistencia por parte de ella y se sumió en las bonitas cuevas de la humana, con un aullido que perfectamente podría haber roto cristales pero que le faltó una nota para hacerlo.

Caracterizada por su salvajismo, Trece le rasgaba la piel de los brazos a la humana que solo gemía de dolor por lo bajo. Quien dijera que la verga de las quimeras era grande, era un mentiroso pues, más que sufrir por las hondas penetraciones de aquella cosa mutante, padecía por los desgarros en su piel por sus primitivas garras. Resopló cuando la lengua de la quimera se pasó por su espalda, quizá en un intento de mantener algo de erotismo... en vano. Quimeras. No están concebidas para follar con romanticismo.
Terminó demasiado rápido para la masoquista mujer que, se dio la vuelta y se lanzó a la piscina de la aventura. Tontear con las quimeras nunca era seguro.

Tara se llamaba, la que lamió el cuello de Trece mientras le acariciaba el algo animado sexo de la criatura, en busca de alguna respuesta sexual que le permitiera continuar con el salvajismo empleado en el acto. Un ronroneo nació en la garganta de la quimera, cerrando los seis ojos -sorprendentemente a la vez- disfrutando del tacto de las manos de Tara en su cada vez más dura verga.
Esta vez fue ella la que le empujó contra algo -la pared- y la que decidió montar con cierta naturalidad. Las garras de Trece se aferraron con agresividad a las nalgas de la mujer, desgarrando su bonita piel. La sangre que goteaba en el suelo y su fresco aroma intensificaron el ardor de la quimera que tuvo la genial idea de acelerar el ritmo, provocando el placer en la humana. Placer que se intensificó en ambos cuando decidieron correrse en un intercambio de jugos, gritos y aromas.

Fue una auténtica lástima cuando una bala de un arma quimera atravesó la pared y los mató a ambos, tirados en el suelo, recubiertos de sudor, sangre y ceniza del suelo, con la mente puesta en el cielo del placer y los cuerpos aún unidos.
Cualquier humano que hubiera oído aquello, una noche de vigilancia, con la escopeta entre las piernas, no se lo habría creído, pero ya se sabía lo que se decía...

...En tiempos de guerra...

lunes, 19 de marzo de 2012

Dulces sueños

La miro dormir, apenas se ha dado cuenta del cambio, del distinto peso del colchón o el peso ligero en la almohada. Ni siquiera que el olor es distinto. Parece dormida, muy dormida, pero sospecho que no es así, porque su respiración está ligeramente agitada. Además tiene las mejillas enrojecidas, con un rubor sensual, oscuro, terrenal. La observo y pienso que ella también se siente observada, pero me pregunto si sabe quién es la que le mira.

Juego su juego, de manera que apoyo mi cabeza sobre el codo y la miro. Sé que ella lo sabe y noto que su respiración se ha agitado más. Me llena de esperanza pensar que también sabe que soy yo, que se ha agitado más porque sabe que soy yo. Comienzo el ejercicio de fomentar mi excitación viendo su cuerpo desnudo, deleitándome con los ojos su piel en sombra, en la penumbra de la habitación a la caída de la tarde. Las persianas apenas dejan pasar unos rayos del sol de poniente, que se han detenido sobre las sábanas revueltas, al lado de sus pies. Y miro los pies descalzos, desnudos, recorro sus pantorrillas, altas y finas, la piel de sus piernas, delicada y brillante por un suave barniz de sudor, su cuerpo, boca abajo, deja ver la rotundidad de sus muslos, el pliegue sereno de sus nalgas, carnales, generosas, más blancas que el resto de su piel, más apetecibles que ninguna otra parte de su cuerpo.

Está doblada sobre su cintura, tan breve, y debajo de su brazo sobresale uno de sus senos, un poco, apenas se aprecia el pezón, oscuro, enredado con su pelo revuelto y esparcido por la almohada, medio tapando la cara. En su juego se sabe mirada y cada vez le cuesta más disimular que duerme. Los párpados se mueven, y es evidente su nerviosismo, y bajo la nariz, tiene un huequito entre ambos picos del labio superior en el que descansa una breve gota de sudor, como en una hoja de rocío.
No espero más; me puede el impulso de besarla, y me acerco a su labio, robando, absorbiendo, lamiendo y mi cuerpo se ha acercado casi sin darme cuenta al suyo, de forma agitada, sin yo quererlo ni esperarlo. La beso, le abro la boca con mi lengua y chocan los dientes, y gimo sin querer, de deseo, de ansiedad y de miedo a su reacción. Ha abierto los ojos, como asustada, y con ello me confirma que sabía que era yo, pero sigue jugando su juego de ignorancia, de pudor y provocación absoluta, porque lejos de cortarme su azoramiento, me ha levantado un fuego terrible desde lo más profundo de mi vientre, que sube y me atrapa sin dejar que mi garganta pronuncie las dulces palabras con las que tenía pensado tranquilizarla.

No hay tranquilidad, no hay cuartel, solo deseo, y cada movimiento que ella hace, cada uno de sus intentos por hablar o cambiar de postura son frenados por mi boca, que se mueve dentro de la suya, tragando sonidos, mordiendo labios, arrastrando su lengua dentro de mí, y no tengo piedad tampoco con su cuerpo. Me pongo encima, sujeto sus brazos con los míos y sostengo sus piernas enredadas a las mías. Me parece que lucha que intenta zafarse, pero no estoy dispuesta, ni mucho menos a soltar a mi presa. No quiero, así que insisto en mi fuerza, en esta dulce contienda de cuerpos unidos, que se juntan y sueltan, que se aferran y amoldan el uno contra el otro, y abro sus piernas con unos de mis muslos, bajando la mano toco su pelvis, el monte de venus, hermoso y blando y finalmente llego a su vulva, que está tan húmeda que apenas la rozan mis dedos han quedado impregnados de abundante líquido. No hay más juego. Separo mi boca de la suya, roja de tanto mordisco violento, y le digo:
-No finjas más, te gusta, también tú me deseas.
Y me ha mirado, primero con rabia, y luego ha bajado lo ojos, y se ha perdido. Me acerco, despacio, a su oído y le digo:
-Hoy serás mía, y harás todo lo que te diga, porque quieres hacerlo, porque lo deseas, porque te mueres de ganas. Así que lame mi mano, y reconoce tu propio sabor.
Parece, ha puesto cara de echarse a llorar, pero me ha sujetado fuerte, la cintura, y ha lamido mis dedos, cerrando los ojos, absorbiendo, separando y haciendo notar su lengua, y me mareo de deseo y de placer, me ablando ahora, viendo su cara, entre apenada y viciosa. Y mi deseo se hace por momentos más tierno, le busco el cuello, y arrastro mis labios, la punta de mi lengua por el perfil de su garganta, y busco de nuevo su boca, pero mi beso ahora le acaricia, le saluda suavemente, mientras me agito sin querer, mi cintura se mueve buscando un ritmo, que acomodar al suyo. Y también ella se agita debajo de mí, siento su vientre bajo el mío.

Miro la habitación, hay un armario a los pies de la cama, un armario con luna, un espejo grande y viejo, un poco comido por los bordes que refleja lo que está pasando entre las sábanas.
-Vamos allí- le digo, mientras la arrastro a los pies de la cama y la siento en el borde, yo detrás. Veo ahora mi cara inflamada y roja, un poco salvaje, entre su pelo negro y suelto. Tiene una expresión infantil, como de niña enfadada que me hace perder el control.
La beso en la cara, en el cuello, en la boca volviendo su cara hacia atrás y miro la imagen repetida en el espejo, que me devuelve, como una tromba, junto a nuestra imagen una nueva oleada de deseo. Miro de frente y nuestros ojos se encuentra en el espejo, está seria, apenas puede respirar, quiere sonreír y no puede, está hermosa, allí sentada, desnuda delante del espejo y de mí.
-Abre las piernas, abre tus piernas que vea abrirse tu cuerpo.
Y se fue abriendo, despacio, y sonreía ahora sabiendo que cada segundo que pasaba iba aumentando mi deseo, ahora era ella la que mandaba sobre mí, la que se tomaba todo su tiempo para calentarme, la que se sabía dueña de la situación. Y finalmente muestra su sexo, perfecto, y precioso.
-Sube las piernas, y así se abrirá más, sube las piernas y dobla las rodillas, y mira como es este espectáculo de tu cuerpo abierto. Y después tócate, que yo sepa donde te gusta, cierra los ojos y apóyate en mí, que te vea tocarte, que sepa los lugares donde desencadenar tu placer.
Y en el espejo, un brillo blanco se desprende de su vulva y se derrama entre sus piernas cayendo y mojando la colcha.

Pero verla en el espejo, relajada sobre mí, tocando sus labios, introduciendo su dedo en los precisos lugares de su intimidad fija toda mi atención. Yo también participo, mis dedos vuelan buscando esos mismos lugares, investigando, deslizándose con el increíble jugo que está soltando todo su sexo. Y me retiro, cae sobre la cama, ahogando gemidos y gritos, respirando fuerte, las piernas abiertas y el sexo ofrecido a mí. Me arrodillo y paso mi lengua por todos esos sitios mojados, recogiendo su suave sabor dulce. Paro y comienzo, paro cuando veo que su agitación es más grande, que sus pezones están erectos, que se los pellizca compulsivamente y que sus pies se estiran buscando, buscando el placer.
-No te vas a correr todavía . Quiero que tu excitación suba, que sigas excitada mientras jugamos ahora, las dos juntas, una contra otra, mientras me tocas a mí.
Llora y gime pidiendo que la deje, que la mate de gusto, que le suelte al placer. Pero no cedo. Vuelvo a su cara, y me aprieto contra ella. Sus movimientos son tan violentos, busca tanto el orgasmo que su pelvis me hace daño cuando choca contra la mía.
-Y es que no quiero que estalles como una bengala, quiero que sigas caliente después de tu orgasmo, quiero que quede deseo después del placer, por eso vamos a retrasar el momento tanto como podamos.
Me mira casi con odio, o un furor ciego que la lanza contra mi pecho, y me muerde la carne blanca de mis senos y me arruga el pezón con sus dientes, mordisqueando, me hace desfallecer. Es ahora ella la que toma la iniciativa y eso me hace perder el control, me dejo caer sobre la espalda, completamente abandonada a sus manos, a su talle, a su boca y a su fuego.

Y nos juntamos, sus dedos buscan mi sexo, tan húmedo y más caliente que el suyo, y cada uno de sus roces me hace sentir mil aguijones, quiero que penetre mi vagina con sus dedos, que me dé bien fuerte, se lo digo apenas ahogando un grito, y obedece con furia, y me dice que me matará de gusto, que me hará caer de placer, que me dejará extenuada.

Me muero, apenas puedo ser consciente de todo el placer que me agobia, que me estalla entre sus dedos, que me sube desde el centro de mi cuerpo hasta la garganta, y me anula. Estoy vibrando entera, de los pies a la cabeza, en un orgasmo intenso, largo, repetido, siento que floto y la veo volcada sobre mí. Se arrastra entonces sobre mí, y choca su sexo contra el mío, en cada arremetida mi placer sube en intensidad, lo roza con fuerza, y despacio, noto todo su sexo en contacto con el mío, oigo su voz, me dice cosas que apenas distingo porque son gruñidos bestiales, tacos, insultos, que me encienden.

Cae exhausta, está ardiendo de ganas de correrse y no ha podido, y me ha visto a mí estallar una y mil veces; está frustrada y la calmo con mi voz, la amanso con besos, con caricias, pero su fuego es un incendio que lo devora todo y quiere que le haga sentir, que le toque su interior, que roce su clítoris, que lo restriegue fuerte y que la mate de gusto, me dice.

Y combino mis dedos en su clítoris y en su interior, y su cintura se curva sus piernas se estiran, y se contrae su cara en un gesto mientras lanza un gemido interminable.