Se tenía prohibido llorar. Su corazón era un pedacito de hielo salido de la antártida. No conocía lo que era la tristeza, el amor o la felicidad. Solo la amargura y la tristeza. Solo eso y nada más. Un día decidió derretir su corazón con un poco de calor humano que, otro día más tarde, acabó por abandonarla.
Y entonces lloró. Porque el dolor del frío no le gustaba. Porque necesitaba ese calor. Porque le dolía la piel, la carne, todo. Sus lágrimas la corroían, la deshacían lenta y dolorosamente. Eran ácido, de su frialdad, de tanta amargura. El llanto la desintegraba. Pedazo a pedazo hasta que su rostro no fue más que un amasijo de carne y hueso.
Una monstruosidad.
Lo que toda su vida había sido.
martes, 19 de marzo de 2013
lunes, 11 de marzo de 2013
La cruel Emperatriz (I)
Érase una vez, en un reino muy lejano y perdido en el tiempo de nombre desconocido, habitaba en él un agradable y pacífico pueblo, bajo la sombra de su querida Emperatriz. Todos la adoraban y todos la querían. Todos la admiraban y todos la cuidaba. Solo se podían oír cosas buenas por las calles, incluso en la intimidad del hogar.
-Hoy la maravillosa Emperatriz estaba realmente bella con el vestido azul -decían unos.
-El peinado de la hermosa Emperatriz estaba exquisito a la vista -comentaban otros.
Parecía un pueblo feliz, en su mejor época... pero bajo aquellas sonrisas en rostros pálidos, se escondía un terror inmensurable. El miedo a ser castigados, a ser oídos con las palabras inapropiadas y que Ella, fuera a buscar al indeseable, al traidor que la había injuriado para acabar con aquel despojo de la manera más cruel y doliente.
Un reino forjado sobre mentiras y miedo. Miuna lo sabía mejor que nadie, pues había perdido a su abuela por la justicia de la malvada Emperatriz. El único lugar en el que parecías estar medianamente a salvo era en tu mente. Las palabras debían sonar agradables a sus oídos. Debían serlo si no querías ser objetivo de su ira. De su cólera. De su mano gélida.
Miuna, como cada mañana con la salida del sol, fue a los campos de hortalizas a trabajar. Aquellos campos pertenecían a la Emperatriz, así como la mayor parte de sus recursos. El pueblecito recibía más bien poco del sustento y a veces se apreciaban las costillas en los más pequeños. Trabajar con ahínco, no detenerse, siempre sonrientes y sin quejas.
Un trabajador a su lado gruñía por el esfuerzo. Tenía la tez más pálida de lo natural y se notaba que estaba enfermo. No tardó mucho en caer, agotado. Dejando de trabajar. La gélida mirada de Ella se centró en el inservible e inútil humano que había dejado de trabajar. Podía sentirlo. Tanto él como Miuna. Sí, esa mirada, ese frío que parecía no irse nunca.
-Rápido, ponte en pie -dijo la cansada muchacha.
-No puedo más, necesito descansar. Esto es inhumano. Esa maldita Emperatriz...
-¡Chst! ¿Quieres que te convierta en comida para gusanos? -masculló Miuna, forzando una sonrisa-. Ponte en pie y finge trabajar. Vamos. Aprisa.
Empero, en el momento en el que el humano había tenido la osadía de ir en contra del pensamiento de la bella y amada Emperatriz, los trabajadores se habían detenido y le observaban, con un terror indescriptible en la mirada. Se oían los pasos acelerados y metálicos de los guardas de su Reina. Venían a por el traidor.
Se lo llevaron a rastras, sin que el pobre hombre ofreciera resistencia. Miuna soltó un suspiro y volvió al trabajo, tan solo para no ser el siguiente objetivo de la Emperatriz. ¿Cuánto más aguantarían aquella situación? ¿Cuánto tiempo llevaba la Emperatriz allí? Su abuela la recordaba. Y la madre de su abuela también. ¿Tan vieja era? Miuna miró hacia el castillo, tan hermoso e imponente. ¿Quién era, realmente, la Emperatriz?
-Hoy la maravillosa Emperatriz estaba realmente bella con el vestido azul -decían unos.
-El peinado de la hermosa Emperatriz estaba exquisito a la vista -comentaban otros.
Parecía un pueblo feliz, en su mejor época... pero bajo aquellas sonrisas en rostros pálidos, se escondía un terror inmensurable. El miedo a ser castigados, a ser oídos con las palabras inapropiadas y que Ella, fuera a buscar al indeseable, al traidor que la había injuriado para acabar con aquel despojo de la manera más cruel y doliente.
Un reino forjado sobre mentiras y miedo. Miuna lo sabía mejor que nadie, pues había perdido a su abuela por la justicia de la malvada Emperatriz. El único lugar en el que parecías estar medianamente a salvo era en tu mente. Las palabras debían sonar agradables a sus oídos. Debían serlo si no querías ser objetivo de su ira. De su cólera. De su mano gélida.
Miuna, como cada mañana con la salida del sol, fue a los campos de hortalizas a trabajar. Aquellos campos pertenecían a la Emperatriz, así como la mayor parte de sus recursos. El pueblecito recibía más bien poco del sustento y a veces se apreciaban las costillas en los más pequeños. Trabajar con ahínco, no detenerse, siempre sonrientes y sin quejas.
Un trabajador a su lado gruñía por el esfuerzo. Tenía la tez más pálida de lo natural y se notaba que estaba enfermo. No tardó mucho en caer, agotado. Dejando de trabajar. La gélida mirada de Ella se centró en el inservible e inútil humano que había dejado de trabajar. Podía sentirlo. Tanto él como Miuna. Sí, esa mirada, ese frío que parecía no irse nunca.
-Rápido, ponte en pie -dijo la cansada muchacha.
-No puedo más, necesito descansar. Esto es inhumano. Esa maldita Emperatriz...
-¡Chst! ¿Quieres que te convierta en comida para gusanos? -masculló Miuna, forzando una sonrisa-. Ponte en pie y finge trabajar. Vamos. Aprisa.
Empero, en el momento en el que el humano había tenido la osadía de ir en contra del pensamiento de la bella y amada Emperatriz, los trabajadores se habían detenido y le observaban, con un terror indescriptible en la mirada. Se oían los pasos acelerados y metálicos de los guardas de su Reina. Venían a por el traidor.
Se lo llevaron a rastras, sin que el pobre hombre ofreciera resistencia. Miuna soltó un suspiro y volvió al trabajo, tan solo para no ser el siguiente objetivo de la Emperatriz. ¿Cuánto más aguantarían aquella situación? ¿Cuánto tiempo llevaba la Emperatriz allí? Su abuela la recordaba. Y la madre de su abuela también. ¿Tan vieja era? Miuna miró hacia el castillo, tan hermoso e imponente. ¿Quién era, realmente, la Emperatriz?
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